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domingo, 19 de mayo de 2013

¿Democracia o capitalismo? I


Ofrecemos la traducción al castellano de una reseña de Jürgen Habermas que publica en Blätter für Deutsche und internationale Politik [Hojas sobre política alemana e internacional] en mayo 2013 del libro de Wolfang Streeck
http://www.suhrkamp.de/buecher/gekaufte_zeit-wolfgang_streeck_58592.html



Gekaufte Zeit – Die vertagte Krise des demokratischen Kapitalismus
[Tiempo comprado. La aplazada/suspendida crisis del capitalismo democrático]
Para presentar al autor del libro enlazamos a continuación una entrevista celebrada el 28 de Marzo del 2011 en el Instituto Universitario Europeo de Florencia
http://estudiosdelaeconomia.wordpress.com/2011/04/14/entrevista-a-wolfgang-streeck/

I/III ¿Democracia o capitalismo? 

-Sobre la miseria que supone fragmentar los estados nacionales en una sociedad mundialmente integrada en el capitalismo-
Autor: Jürgen Habermas

En su libro sobre la aplazada o suspendida crisis del capitalismo  democrático[1]  Wolfgang Streeck  nos despliega un despiadado análisis de cómo se generó la actual crisis bancaria y de endeudamiento y cuál es su impacto sobre la economía real. Este dinámico estudio, empíricamente fundado, se ha elaborado a partir de los que se denomina Adorno-Vorlesungen [cátedras Adorno] en el Frankfurter Institut für Sozialforschung [Instituto de Investigación Social] de Fráncfort. En sus mejores pasajes - siempre cuando a la pasión política se une la fuerza ilustrativa que resulta de la suma de unos hechos críticamente esclarecidos y unos argumentos contundentes -  nos viene a recordar al 18ª Brumario de Luis Bonaparte. De punto de partida le sirve la justificada crítica de la teoría de la crisis que Claus Offe y yo desarrollamos a mediados de los años ’70 del siglo pasado. El entonces dominante optimismo regulador keynesiano nos había inspirado a suponer que las posibles crisis económicas, dominadas políticamente, se fueran a desplazar hacia unos imperativos contradictorios dirigidos a un aparato estatal, que no estaría a su altura; (y para citar a Daniel Bell, quien unos años más tarde hablaría de “las contradicciones culturales del capitalismo”) que se fueran a articular en el marco de una crisis de legitimación. Así es que hasta el día de hoy (aún?) no nos encontramos ante ninguna crisis de legitimación, pero sí ante una tremenda crisis económica.


La génesis de la crisis

Wolfgang Streeck, en su minuciosa retrospectiva histórica, comienza exponiendo el transcurso de la crisis esbozando el régimen del estado social tal y como se había venido consolidando en Europa desde la IIGM hasta los años setenta. [2]   A continuación, se ocupa  de los periodos de implementación de las reformas neoliberales que, sin mirar las consecuencias sociales, han logrado mejorar las condiciones de explotación del capital e invertir tácitamente la semántica del término “reforma”. Las reformas han aflojado los requisitos de negociación corporativa y desregulado los mercados, no sólo los del trabajo, sino también los de mercancías y servicios, y ante todo, los del capital: “Al mismo tiempo, los mercados del capital se vienen transformando en mercados de control empresarial, que eleva a máxima suprema de toda buena gestión empresarial el aumento del shareholder value” ( 57s.) 

Wolfgang Streeck nos describe este cambio o viraje, iniciado con Reagan y Thatcher, como un golpe de liberación por parte de los propietarios del capital y sus gerentes contra el estado democrático quien, en virtud de la justicia social, había reducido sus márgenes de beneficio; pero que a ojos de los inversores, había estrangulado el crecimiento económico, dañando por tanto, el bienentendido (sic) bienestar general.  La sustancia empírica de su estudio consiste en la comparación longitudinal entre países relevantes durante las últimas cuatro décadas. Con todas las diferencias entre las economías nacionales en particular, resulta una imagen de un transcurso sorprendentemente homogéneo de la crisis. Las crecientes tasas de inflación de los años ’70 son reemplazadas por el creciente endeudamiento de los presupuestos públicos y privados. Al mismo tiempo, crece la desigualdad en el reparto de las rentas, mientras que decrecen los ingresos estatales en relación con la partida de gastos. Con una creciente desigualdad, esta evolución nos conduce a la transformación del estado fiscal: “El estado, gobernado por sus ciudadanos, y a fuer de estado fiscal  alimentado por éstos, se convierte en un estado democrático endeudado, en la medida que su subsistencia deja de depender de las aportaciones ciudadanas, pasando a depender cada vez más de sus acreedores”  (p. 119).

En la Comunidad Económica Europea se nos revela de modo perverso cómo esta capacidad política de obrar de los estados miembros viene a ser recortada por “los mercados”. El transformar el estado fiscal en uno endeudado  constituye el fondo de un círculo vicioso donde los estados rescatan sus   bancos corrompidos cuando, a su vez, son llevados a la ruina por estos mismos institutos; con la consecuencia de que el dominante régimen financiero acaba por someter a tutela a la ciudadanía del estado en cuestión. Lo que ello entraña para el instituto de la democracia, lo pudimos observar bajo lupa en aquella noche de cumbre en Cannes, cuando el primer ministro griego, Papandreu, recibiendo palmadas de sus colegas, fue obligado a retirar el referéndum que había anunciado.[3] Corresponde a Wolfgang Streeck el mérito de haber demostrado que “la política del estado endeudado”, que el Consejo Europeo, instado por el Gobierno alemán, viene a practicar desde el año 2008, básicamente resulta ser la continuación de la misma política filocapitalista que nos había metido en la crisis. 

Bajo las condiciones específicas de la Unión monetaria, la política de consolidación fiscal somete a todos los estados miembros, no obstante sus diferentes grados de desarrollo económico, a las misma reglas, y concentra en el nivel europeo los derechos de intervención y control con el fin de perseguirlas. Sin que en paralelo se refuerce la facultad del Parlamento  Europeo, esta concentración  de competencias en manos del Consejo y la Comisión, supone desacoplar los públicos nacionales y sus parlamento  de un concierto tecnócrata, apartado y autónomo, de gobiernos sumisos a los mercados. Wolfgang Streeck teme que este forzado federalismo ejecutivo nos aporte una nueva calidad de poder en toda Europa: “La consolidación de las finanzas europeas, emprendida a modo de respuesta a la crisis fiscal, puede que termine en una reforma del sistema de estados europeos, que se pretende coordinar entre inversores financieros y la Unión Europea; puede terminar en una nueva constitución de democracia capitalista en Europa con el fin de establecer los resultados obtenidos en tres decenios de liberalización económica”(p. 164).

Esta aguda interpretación de las reformas en curso acierta describiendo la alarmante tendencia evolutiva, que hasta puede que se imponga, aunque se abandone el histórico vínculo entre democracia y capitalismo.  Ante las puertas de la Unión monetaria europea vigila un premier británico, quien considera que la liquidación neoliberal del estado social no se está persiguiendo lo suficientemente rápido, y quien, heredero fiel de Margaret Thatcher, ya viene a animar a una canciller, dispuesta de todos modos, a emplear el garrote en el círculo de sus colegas: “Queremos una Europa que despierte y reconozca el nuevo mundo competente y flexible”.[4]

En esta gestión de la crisis, se nos ofrecen dos alternativas para el debate: o bien liquidamos retroactivamente el euro (recientemente se ha constituido un nuevo partido alemán con esta finalidad); o bien nos disponemos a expandir la Unión monetaria para llegar a una democracia supranacional; lo cual podría servir de plataforma institucional para invertir las tendencias neoliberales, siempre y cuando se obtengan las mayorías políticas necesarias.

La opción nostálgica

Poco me sorprende que Wolfgang Streeck opte por invertir el trend (tendencia) que nos lleva hacia la desdemocratización. Esto significa: “crear instituciones, con las que se pueda volver a recuperar el control social sobre los mercados: mercados del trabajo que dejen un margen para la vida social;  mercados de mercancías, que no estropeen la naturaleza; mercados crediticios, que no se conviertan en depósitos masivos de promesas no cumplibles” (237). Pero la conclusión concreta que el autor saca de su diagnóstico no puede resultar más sorprendente. Para él no es la expansión democrática de una unión que se ha quedado a mitad del camino, y que debe volver a equilibrar de manera democráticamente compatible el desequilibrio entre política y mercado;  no, Streeck nos recomienda reducir en lugar de expandir. Quiere que regresemos a las barreras de carros nacionales de los años ’60 ó ’70 para “poder defender lo mejor posible las instituciones políticas, o acaso repararlas, con cuya ayuda podríamos lograr modificar, o incluso sustituir, justicia mercantil por justicia social” (236).

Lo que sorprende más es que opte, con nostalgia, por que esta nación arrollada se atrinchere en su impotencia soberana,  a la vista de las transformaciones radicales que experimentan los estados nacionales, que de controladores de  sus mercados territoriales, pasan a ser compañeros de juego derrocados que, a su vez, se encuentran integrados en unos mercados globalizados.  La necesidad de control político que genera una economía mundial tan altamente interdependiente en el mejor de los casos se ve mitigada por una red cada vez más densa de organizaciones internacionales; pero se encuentra muy lejos de quedar dominada/controlada en las asimétricas formas del tan alabado lema del “gobernar más allá del estado nacional”. A la vista de este apremiante  problema que supone una economía mundial, cuyo sistema se está integrando, pero por otro lado continúa siendo anárquica en lo político, era comprensible la reacción que se produjo en 2008 al estallar la crisis económica mundial. Los gobiernos del G8 se apresuraron por incorporar en su ronda a los estados BRIC y algunos otros más. Por otra parte, nos viene a documentar la falta de consecuencias, que siguió a los acuerdos adoptados en Londres durante la primera conferencia de los G20, el déficit aún mayor si cabe por la restauración de los bastiones nacionales: la falta de capacidad colaboradora resultante de la fragmentación política en una sociedad mundial integrada, pero sólo en términos económicos.

Por lo visto, resulta insuficiente la capacidad de acción política de los estados nacionales, que desde hace tiempo vigilan con recelo su minada soberanía, para rehuir de los imperativos de un sector bancario sobredimensionado y disfuncional. Aquellos estados que no se asocian en unidades supranacionales y sólo disponen del instrumentarlo que les ofrecen los tratados internacionales, sucumben al reto político que supondría volver a acoplar este sector a la economía real y reducir sus funciones a una dimensión razonable. Los estados de la Unión Monetaria Europea se enfrentan de modo particular al reto de alcanzar unos mercados irreversiblemente globalizados y acercarlos al ámbito de su influencia indirecta, pero decididamente política.  Pero de hecho la política con que pretenden dominar la crisis se limita a ampliar una expertocracia para medidas con efecto suspensivo. Sin la presión de una voluntad vital capaz de trascender  las fronteras nacionales y movilizar la sociedad civil, a la autonomizada ejecutiva de Bruselas le falta energía y interés para volver a regular de modo socialmente compatible los mercados desenfrenados.

Wolfgang Streeck no ignora que “el poder de los inversores se nutre ante todo de la avanzada integración internacional y la eficiencia de unos mercados globales” (129). A la vista del triunfo global que obtiene la desregulación, viene a admitir expresamente que (él) “debe dejar sin resolver la cuestión de cómo y con qué medios la política de organización nacional en una economía cada vez más internacional tan siquiera pudo haber logrado dominar o controlar evoluciones de este tipo” (112). Y puesto que una o otra vez resalta la “ventaja organizativa que ofrecerían unos mercados financieros globalmente integrados frente a las sociedades de organización nacional” (126), cabe suponer que su análisis persigue llegar a la conclusión de que cualquier esfuerzo de regular los mercados en virtud de la legislación democrática, que incumbía a los estados nacionales, habría que regenerar a un nivel supranacional. A pesar de ello, parece que está tocando para que nos retiremos detrás de la Línea Maginot que supondría la soberanía de los estados nacionales.

No obstante, al final del libro llega a coquetear con la agresión indiscriminada de una resistencia autodestructiva, que ya no cree en una solución constructiva.[5] Y ahí se descubre cierto escepticismo frente a la propia llamada de consolidar las remanentes reservas nacionales. Bajo la luz de esa resignación, la propuesta de un “Bretton Woods europeo” parece como una ocurrencia añadida. El profundo pesimismo con que la narración acaba, nos hace preguntar por el papel que este convincente diagnóstico de la creciente divergencia entre capitalismo y democracia podría suponer para un posible cambio político. ¿Hemos de asumir acaso la incompatibilidad principal de democracia y capitalismo? Para poder aclarar esta cuestión debemos empezar por el fondo teórico de este análisis.



[1] Wolfgang Streeck, Gekaufte Zeit. Die vertagte Krise des demokratischen Kapitalismus [Tiempo comprado. La aplazada/suspendida crisis del capitalismo democrático] Suhrkamp, Berlín 2013.


[2] Sus características: pleno empleo; convenios salariales generales; participación/cogestión; control estatal de las industrias clave; amplio sector público con empleos seguros; una política remunerativa e impositiva eficiente y capaz de impedir desigualdades sociales graves; y finalmente una política estatal en materia coyuntural e industrial capaz de impedir riesgos de crecimiento.
[3] Cf. Comentario de Habermas en el Frankfurter Allgemeine Zeitung 5.11.2011
[4]  Süddeutsche Zeitung (SZ) 8.4.2013



[5] Como ciudadano europeo que ha seguido (muy cómodamente) las protestas en Grecia, España y Portugal en la prensa, puedo compartir la empatía que Streeck siente con “los estallidos de ira en la calle”: “De ser así que los pueblos nacionales tan sólo pueden mostrarse responsables cuando renuncian al uso de su soberanía nacional y durante generaciones se limitan a conservar su solvencia frente a sus acreedores, podría resultar más responsable probar con métodos menos responsables” (218).






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