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jueves, 31 de octubre de 2013

El concepto de sociedad de la opulencia en Marshall Sahlins. Lecturas breves de Antropología para no iniciados.

Como encarnación de la sabiduría de las categorías burguesas originales, la economía formal se desarrolla puertas adentro como una ideología y puertas afuera como un etnocentrismo.
(Marshall Sahlins)

Destacados economistas proponen destruir parcialmente el stock de viviendas no vendidas como solución al problema inmobiliario: "la piqueta podría ser la solución a parte del problema"
(Leído en los medios estos días)

Bosquimanos Kung noreste del desierto del Kalahari 

Con esta entrada del blog, damos comienzo a una larga serie que hemos denominado Lecturas breves de Antropología para no iniciados. Como el título señala, pretendemos brindar a un público no versado en la ciencia de la Antropología, una serie de lecturas clásicas sobre temas a partir de los cuales se puede incentivar la reflexión sobre el modelo de sociedad actual en la que vivimos y, en general, sobre el mundo en el que estamos. No pretende ser una serie para especialistas, sino que aspira a tener un carácter divulgativo para el gran público.

Marshall Sahlins
Comenzamos la serie con un clásico de la Antropología: Economía de la Edad de Piedra, de Marshall SahlinsLa primera edición de Economía de la Edad de Piedra es de 1974. No es pues una obra reciente, pero mantiene su plena vigencia en muchos de sus apartados. Se trata de una obra "clásica" de la Antropología, especialmente de la Antropología económica, un importante referente en la formación de los estudiantes de Antropología. También resulta de interés para un público general.

La lectura de esta obra hay que contextualizarla en el fuerte debate que se produjo en los años 70 del pasado siglo, entre las corrientes "formalista" y "sustantivista" de la teoría económica. Debate que ya venía de décadas anteriores, pero que alcanzó quizás su último momento fuerte de controversia en la década de los 70. A partir de entonces, el formalismo se convirtió en un enfoque marginal dentro de la Antropología económica, que pasó a estar dominada por marcos teóricos muy diferentes: el sustantivismo (representado inicialmente por Polanyi, con su obra La gran transformación: Crítica del liberalismo económico, publicado en 1944 ), el marxismo (en sus diferentes planteamientos) y la llamada economía cultural (que inicialmente gira sobre todo en torno a la figura de Stephen F Gudeman). Esto tuvo consecuencias en la práctica profesional de la Antropología. El formalismo económico está vinculado a posiciones políticas muy sistémicas; es un enfoque del status quo. En cambio, las otras tres corrientes mencionadas, siempre se han caracterizado por derivar en dimensiones política y socialmente muy críticas. El resultado fue que los antropólogos, abonados a posiciones políticamente incorrectas, vieron cómo se iban quedando desplazados cada vez más hacia espacios de poder e influencia marginales, incluso en aquellos escenarios de trabajo que antaño habían sido consustanciales a la praxis de la Antropología. Esta incorrección política, el empeño en ir a contracorriente de los enfoques sistémicos, es algo que se aprecia muy bien, por ejemplo, en la Economía de la Edad de Piedra

Como nos recuerda Shalins en el prólogo del libro, el debate formalista-sustantivista, resultó "endémico en Economía durante más de un siglo", sin que aparentemente hubiese grandes cambios "desde que Karl Marx definiese los puntos fundamentales en contraposición a Adam Smith".

A grandes rasgos, los economistas formalistas tienden a considerar eso que podemos llamar (para entendernos)  "economías primitivas" como versiones subdesarrolladas del modelo de racionalidad económica que define el capitalismo. Es decir, son contempladas y evaluadas desde la lógica hegemónica capitalista, a partir de la cual se elabora una imagen de aquéllas absolutamente negativa: son económicamente irracionales, endémicamente subproductivas, esclavas del inmovilismo y colapso de la técnica, motivo de un estado de necesidad y escasez permanente que conduce a una vida de sufrimiento...  Por el contrario, desde la crítica antropológica, se ha hecho hincapié en la necesidad de estudiar los diferentes sistemas económicos como modelos de racionalidad distintos, sujetos a lógicas diferentes y como una categoría más de la Cultura que no puede ser entendida al margen de las restantes categorías; a la vez que siempre se ha subrayado el carácter etnocéntrico, y eurocéntrico en concreto, de las comparaciones y aproximaciones formalistas. Dice Shalins en su Introducción (pág. 11):
Como encarnación de la sabiduría de las categorías burguesas originales, la economía formal se desarrolla puertas adentro como una ideología y puertas afuera como un etnocentrismo.
Los fragmentos que hemos seleccionados del libro como lectura sugerida, tienen que ver con el capítulo titulado "La sociedad opulenta primitiva". Shalins viene a plantearse en qué consiste la "opulencia". En su análisis, ésta viene referida a aquella sociedad que sea capaz de satisfacer la mayor cantidad de sus necesidades con el menor esfuerzo posible. A partir de aquí, nos va mostrando con datos etnográficos, una sublime paradoja: la nuestra, la sociedad capitalista de consumo, está mucho más lejos de ser una "sociedad de la opulencia" que esas otras que despectiva y peyorativamente llamamos "sociedades primitivas". Los fragmentos seleccionados pretenden explicar y facilitar la comprensión de esta paradoja. 

La sociedad capitalista de consumo, se basa en la creación permanente de nuevas necesidades, que deben ser satisfechas para alimentar el crecimiento económico; pero dichas necesidades, en nuestro modelo de sociedad, son siempre infinitas. De no ser así, el sistema capitalista se derrumbaría. Compramos un automóvil y antes de terminar de pagarlo hacemos cálculos para cambiarlo. Pensemos que si los coches durasen toda la vida (y con la tecnología disponible, eso es factible potencialmente) y/o no nos invadiese la necesidad periódica de cambiarlo, las fábricas de coches tendrían que cerrar. Nos metemos en una hipoteca y nos pasamos 30 ó 40 años pagando. Necesitamos cambiar de móvil cada poco tiempo y la mayor parte de los bienes que consumimos tienen una escasa vida media, con el objetivo de que podamos seguir alimentando la diabólica ecuación necesidad-consumo-producción. Por otra parte, nuestra sociedad de consumo se basa en ficciones vividas como reales; por ejemplo nos encanta pensar "tengo una casa", cuando en la mayoría de los casos la casa "es" del banco, hasta que terminamos de pagarla. Todo esto es presentado y legitimado por los economistas formalistas, apelando a una lógica que pretende ser absoluta e incuestionable y que desde su abstracción nada tiene que ver con la lógica social (por ello Pierre Bourdieu decía en La esencia del neoliberalismo: "Los economistas, separados durante toda su existencia (…) del mundo económico y social tal como es, se inclinan de manera particular a confundir las cosas de la lógica con la lógica de las cosas".)

Por el contrario, ese otro tipo de sociedades de las que nos compadecemos, se basan en una lógica antagónica a la nuestra, como es que las necesidades son muy limitadas y, por lo tanto, fáciles de satisfacer, con menos tiempo y energía productiva y con medios técnicos muy limitados pero adecuados a las necesidades. Por ello, Shalins se pregunta cuál es la sociedad de la opulencia. Aquella que tenga todo cuanto necesitan sus miembros, estará más cerca de la opulencia que aquella otra que apenas consigue satisfacer las necesidades.

La arquitectura argumental de Shalins, que espero haber reflejado en la selección de fragmentos que siguen, no sólo nos obliga a reconsiderar la visión que hemos tenido de sociedades de cazadores-recolectores. Aunque excluye, en el capítulo mencionado, a las sociedades campesinas, algunos de los aspectos que aborda considero que también son susceptibles de ser aplicados a éstas. Por otra parte, ya desde un plano histórico, nos obliga a reconsiderar la lúgubre y especulativa visión que los historiadores han transmitido siempre de los grupos humanos de la edad de piedra.

Estoy seguro que, con independencia de que estemos muy de acuerdo o poco de acuerdo con el texto que sigue, a nadie dejará indiferente y provocará nuestra reflexión. Y de eso se trata.

*   *   *

Economía de la Edad de Piedra, de Marshall Sahlins. Fragmentos seleccionados (el texto intercalado en azul es mío).

LA SOCIEDAD OPULENTA PRIMITIVA

Si la economía es la ciencia de las épocas sombrías, el estudio de las economías de la caza y la recolección debe ser su rama más importante. Nuestros manuales de economía, casi en su totalidad partidarios declarados de la idea de que la vida fue dura y difícil durante el paleolítico, coinciden en transmitir una sensación de fatalismo, dejando a la imaginación del lector que adivine no sólo cómo lograban subsistir los cazadores, sino también si aquello era vida, después de todo. El fantasma del hambre acecha al cazador a lo largo de estas páginas. Se dice que su incompetencia técnica le impone una labor continua que apenas le permite sobrevivir, y que por lo tanto no le proporciona excedentes ni le deja descansar, y mucho menos arribar al «ocio» para «crear cultura». Sin embargo, para todos sus esfuerzos, el cazador emplea los niveles termodinámicos más bajos: menos energía per cápita y por año que cualquier otro modo de producciónY en los tratados sobre desarrollo económico está condenado a desempeñar el papel de mal ejemplo: la llamada «economía de subsistencia».

El saber tradicional es siempre refractario. Se ve uno obligado a oponérsele de una manera polémica, a expresar las revisiones necesarias dialécticamente. En efecto, cuando se encara el análisis de la situación se desemboca en la certeza de que esa fue la sociedad opulenta primitiva. De manera paradójica, esta aseveración conduce a otra conclusión útil e inesperada. Para la opinión general, una sociedad opulenta es aquella en la que se satisfacen con facilidad todas las necesidades materiales de sus componentes. Asegurar que los cazadores eran opulentos significa negar entonces que la condición humana es una tragedia decretada donde el hombre está prisionero de la ardua labor que significa la perpetua disparidad entre sus carencias ilimitadas y la insuficiencia de sus medios. 

Es que a la opulencia se puede llegar por dos caminos diferentes. Las necesidades pueden ser «fácilmente satisfechas » o bien produciendo mucho, o bien deseando poco. La concepción más difundida, al modo de Galbraith, se basa en supuestos particularmente apropiados a la economía de mercado: que las necesidades del hombre son grandes, por no decir infinitas, mientras que sus medios son limitados, aunque pueden aumentar. Es así que la brecha que se produce entre medios y fines puede reducirse mediante la productividad industrial, al menos hasta hacer que los «productos de primera necesidad» se vuelvan abundantes. Pero existe también un camino Zen hacia la opulencia por parte de premisas algo diferentes de las nuestras: que las necesidades materiales humanas son finitas y escasas y los medios técnicos, inalterables pero por regla general adecuados. Adoptando la estrategia Zen, un pueblo puede gozar de una abundancia material incomparable... con un bajo nivel de vida.

Esta es, a mi parecer, la mejor manera de describir a los cazadores y la que ayuda a explicar algunas de sus conductas económicas más curiosas: por ejemplo, su «prodigalidad», es decir, la inclinación a consumir rápidamente todas las reservas de que disponen como si no dudaran ni un momento de poder conseguir más. Libres de las obsesiones de escasez características del mercado, es posible hablar mucho más de abundancia respecto de las inclinaciones económicas de los cazadores que de las nuestras. Destutt de Tracy, con todo lo «burgués doctrinario de sangre de horchata» que haya podido ser, por lo menos obtuvo el acuerdo de Marx respecto de su observación acerca de que «en las naciones pobres las personas se sienten cómodas», mientras que en las naciones ricas «son pobres en su mayor parte».

Esto no significa negar que una economía anterior a la agricultura opere bajo graves compulsiones, sino solamente insistir, basándonos en la evidencia que nos proporcionan los cazadores y recolectores modernos, que por lo general se logra una buena adecuación. Una vez reunida la evidencia volveré a las dificultades reales de una economía de caza y recolección, las cuales no se encuentran correctamente detalladas en las concepciones corrientes de la pobreza paleolítica.

Origen del error

A continuación, Shalins se plantea cómo se ha llegado al error que supone considerar las sociedades de cazadores-recolectores como formaciones sociales caracterizadas por: «Una mera economía de subsistencia», «tiempo libre limitado salvo en circunstancias excepcionales», «demanda incesante de alimentos», recursos naturales «magros y en los que sólo se puede tener una confianza relativa», «ausencia de excedente económico», «máximo de energía por parte del mayor número de personas» (...)

Esta sombría visión tradicional de la situación de los cazadores-recolectores, en opinión de Shalins es "preantropológica y extraantropológica"  y hunde sus raíces en el liberalismo eurocéntrico. Dice de estos prejuicios:

(...) la apreciación ideológica acerca de la capacidad del cazador para explotar los recursos de la tierra lo cual está muy de acuerdo con el empeño histórico de privarlo de la misma (...). El egocentrismo burgués tuvo también su parte [de culpa en este imaginario lúgubre]. La actual economía de mercado, en todo momento una trampa ideológica de la cual debe escapar la economía antropológica, alentó idénticas opiniones desfavorables con respecto a la vida de los cazadores.

¿Acaso es tan paradójico afirmar que los cazadores tenían economías opulentas a pesar de su extrema pobreza? Las modernas sociedades capitalistas, no obstante estar abundantemente provistas, se preocupan por la perspectiva de la escasez. La inadecuación de los recursos económicos es el principio fundamental de los pueblos más ricos del mundo. La aparente situación material de la economía no parece ser un indicador válido a la hora de los hechos; es necesario decir algo acerca del modo de organización económica (cf. Polanyi,1947, 1957, 1959; Dalton 1961).

El sistema industrial y de mercado instituye la pobreza de una manera que no tiene parangón alguno y en un grado que hasta nuestros días no se había alcanzado ni aproximadamente. Donde la producción y la distribución se rigen por el comportamiento de los precios, y toda la subsistencia depende de la ganancia y del gasto, la insuficiencia de recursos naturales se convierte en el claro y calculable punto de partida de toda la actividad económica. El capitalista se ve enfrentado a posibles inversiones de un capital finito, el trabajador (es de esperar) a opciones alternativas de empleo remunerado, y el consumidor... el consumo es una tragedia doble: lo que comienza en la inadecuación terminará en la privación. Reuniendo la producción de la división internacional del trabajo, el mercado pone a disposición de los consumidores un deslumbrante conjunto de productos: todas las cosas deseables al alcance del hombre, pero nunca enteramente al alcance de su mano. Lo que es peor, en este juego de libre elección del consumidor, cada adquisición es al mismo tiempo una privación, porque cada vez que se compra algo se deja de lado otra cosa, en general poco menos deseable, e incluso más deseable en otros aspectos, que podríamos haber tenido en lugar de la otra. (El hecho es que si compramos un automóvil, un Plymonuth por ejemplo, no podemos tener también un Ford, y a juzgar por las propagandas que aparecen en la televisión, las privaciones que ello traería aparejadas no serían sólo de índole material).

Aquella expresión, «la vida a costa de grandes sacrificios», nos fue transferida a nosotros con carácter de exclusividad. La escasez es el juicio dictado por nuestra economía y, por lo tanto, también el axioma que rige nuestra Economía: la aplicación de medios insuficientes frente a fines alternativos para obtener la mayor satisfacción posible en determinadas circunstancias. Y es precisamente desde esta ansiosa perspectiva que volvemos la mirada hacia los cazadores. Si el hombre moderno, con todas sus ventajas tecnológicas, carece todavía de recursos, ¿qué posibilidad tiene entonces este salvaje desnudo con su arco insignificante y sus flechas? Habiéndole atribuido al cazador impulsos burgueses y herramientas paleolíticas juzgamos su situación desesperada por adelantado.

Sin embargo, la escasez no es una propiedad intrínseca de los medios técnicos. Es una relación entre medios y finesDeberíamos considerar la posibilidad empírica de que los cazadores trabajan para sobrevivir, un objetivo finito, y que el arco y la flecha son adecuados a ese fin.

[A partir de aquí, Shalins s¡gue analizando cómo ha sido posible que se haya llegado a  esa percepción errónea de los cazadores-recolectores] 

(...) Otra fuente específicamente antropológica de descontento respecto del paleolítico proviene del campo mismo, del contexto de la observación europea de los cazadores y recolectores que aún existen, tales como los nativos de Australia, los Bosquímanos, los Ona y los Yahgan. Este contexto etnográfico tiende a distorsionar de dos maneras nuestra comprensión de la economía de caza y recolección.

En primer lugar ofrece oportunidades singulares a la ingenuidad. El ambiente remoto y exótico que ha llegado a ser el teatro cultural de los modernos cazadores produce en los europeos un efecto altamente desfavorable para que puedan evaluar la condición de aquéllos. Estando como están el desierto australiano o el de Kalahari marginados en lo que respecta a la agricultura y a todo lo que constituye la experiencia cotidiana de un europeo, el observador poco informado no puede dejar de asombrarse y preguntarse «cómo puede alguien vivir en un lugar como ése». La conclusión de que los nativos sólo se las ingenian para suplir las deficiencias de una vida de carencias puede verse reforzada por sus dietas de una variedad asombrosa (cf. Herskovits, 1958, anteriormente citado). Por lo general, incluyen elementos considerados repulsivos e incomibles por los europeos: la cocina local se presta a la suposición de que la gente se muere de hambre. Por supuesto, resulta más fácil encontrar conclusiones de este tipo en los informes más tempranos, y mucho más en los diarios de exploradores y misioneros que en las monografías de los antropólogos; pero precisamente por ser más antiguos y estar más cerca de la condición aborigen nos merecen un cierto respeto.

No cabe duda de que ese respeto debe ser otorgado con discreción. Mayor atención merece un hombre como sir George Grey (1841), cuyas expediciones de la década de 1830 abarcaron algunos de los distritos más pobres de Australia occidental y cuya minuciosa observación de los habitantes locales lo llevó a desmentir las informaciones de sus colegas sobre este tema de la desesperación económica. Grey escribió que se trata de un error muy común el creer que los australianos nativos «tienen escasos medios de subsistencia o que se encuentran en ocasiones muy urgidos por la necesidad de alimento». Muchos y «casi ridículos» son los errores en que han incurrido los viajeros a este respecto: «Lamentan en sus diarios que los infortunados aborígenes se vean reducidos por el hambre a la miserable necesidad de alimentarse de ciertos tipos de alimentos que han encontrado cerca de sus chozas, siendo que en muchos casos esos artículos citados por ellos son los que los nativos aprecian más y en realidad no son deficientes ni en sabor ni en cualidades nutritivas.» Para poner en evidencia «la ignorancia que ha prevalecido con respecto a los hábitos y costumbres de este pueblo que se encuentra en estado salvaje», Grey menciona un ejemplo notable, una cita de otro explorador, el capitán Sturt, quien, al encontrarse con un grupo de aborígenes ocupados en recolectar grandes cantidades de resina de mimosa, llegó a la conclusión de que esas «infortunadas criaturas se veían reducidas al extremo de recolectar ese mucílago por carecer de otro tipo de alimento ». Sir George observa, sin embargo, que esa resina es uno de los artículos alimenticios preferidos en esa zona, y que cuando llega la época de su recolección brinda la oportunidad para que grandes grupos se reúnan y acampen juntos, cosa que no pueden hacer en otras oportunidades. Para finalizar dice:
En términos generales los nativos viven bien; en algunas regiones puede haber insuficiencia de alimentos durante estaciones especiales, pero si eso sucede, esas zonas quedan desiertas durante ese tiempo. Sin embargo, resulta imposible de todo punto para un viajero o aun para un nativo forastero juzgar si una región proporciona o no alimentos en abundancia... Pero en su propia región un nativo se encuentra en situación totalmente distinta: sabe con exactitud lo que produce, conoce la época de recolección de los distintos artículos y el modo más eficaz para proporcionárselos. De acuerdo con estas circunstancias regula sus visitas a las diferentes regiones de su terreno de caza; y sólo puedo decir que siempre he encontrado la mayor abundancia en sus chozas (Grey, 1841, volumen 2, págs. 259-262, la cursiva fue colocada por mí; confróntese Eyre, 1845, vol. 2, pág. 244f)
(...)

«Una especie de abundancia material» 

Teniendo en cuenta la pobreza en la que viven, en teoría, los cazadores y recolectores, resulta sorprendente que los Bosquimanos que habitan en el Kalahari disfruten de «una especie de abundancia material», al menos en el dominio de las cosas de uso diario, aparte de la comida y del agua:
A medida que los 'Kung vayan aumentando los contactos con los europeos —y esto ha ocurrido ya— echarán de menos vivamente nuestras cosas y necesitarán y desearán más. El hecho de no tener ropas puestas cuando están entre extranjeros vestidos los hace sentirse inferiores. Pero en su propia vida y con los artefactos que les son propios estaban relativamente libres de las urgencias materiales. Salvo en lo que se refiere a la comida y al agua (¡excepciones importantes!) de los cuales los 'Kung Nyae Nyae disponen en cantidad suficiente —pero no en exceso, a juzgar por el hecho de que todos ellos son delgados, aunque no escuálidos— todos ellos tenían lo que necesitaban o podían hacerlo, pues todos los hombres pueden hacer, y hacen, las cosas que son propias del hombre y todas las mujeres las cosas que son propias de la mujer... Vivían en una especie de abundancia material a causa de que adaptaban sus utensilios para la transformación de los materiales que, en gran abundancia, los rodeaban y que se encontraban a disposición del que libremente quisiera tomarlos (árboles, cañas, huesos para fabricar armas, fibras para tejer cuerdas, altos pastizales para refugiarse), o para la transformación de los materiales que alcanzaban para cubrir las necesidades de la población... Los 'Kung podían siempre utilizar más huevos de avestruz vacíos, ensartados en collares, o comerciar con ellos, pero, de hecho, cuando se habían encontrado suficientes como para que cada mujer tuviese una docena o más de ellos para almacenar agua —en realidad, todos los que pudiese transportar— y un buen número de colgantes para adornarse, se conformaban. En su vida nómada de caza y recolección, viajando de una fuente de alimentos a otra, en las diferentes estaciones, siempre adelantando o retrocediendo entre el agua y la comida, llevan consigo a sus pequeños hijos y también sus pertenencias. Disponiendo en abundancia de la mayor parte de los materiales que tienen a su alcance para reemplazar sus enseres en el momento necesario, los 'Kung no han desarrollado medios para procurarse un almacenaje permanente y no han sentido la necesidad ni el deseo de cargarse con excedentes o útiles que pasear por duplicado. Ni siquiera les interesa llevar un objeto de cada clase. Piden prestado lo que no poseen. Contando con esta facilidad no acaparan, y la acumulación de objetos no se asocia así con el estatus (Marshall, 1961, págs. 243-244, la cursiva me pertenece).
(...)

En la esfera de los productos no esenciales para la subsistencia, las necesidades de las gentes se satisfacen con facilidad. Esa «abundancia material» depende en parte de las facilidades de producción, y ésta de la simplicidad de la tecnología y la democracia de la propiedad. Los productos son de fabricación casera: hechos de piedra, hueso, madera, piel, todos materiales que «se encuentran en abundancia a su alrededor». Por regla general, ni la extracción del material bruto ni su elaboración implican un esfuerzo extenuante. El acceso a los recursos naturales es directo por naturaleza —«todos son libres de tomarlos»—, así como la posesión de las herramientas necesarias es general y el conocimiento de las técnicas requeridas común. La división del trabajo es igualmente simple, predomina la división por sexo. Agregad a esto las costumbres liberales de compartirlo todo, por las cuales los cazadores tienen una merecida fama, y tendréis que toda la gente puede participar en general de la prosperidad existente, tal como sucede en realidad.

Pero, por supuesto, «tal como es», esta «prosperidad» depende también de un nivel de vida objetivamente bajo. Es importante tener en cuenta que la cuota acostumbrada de productos consumibles (así como el número de consumidores) se establece culturalmente en un nivel modesto. Algunas personas se complacen en considerar que unos pocos objetos de manufactura muy simple son una buena fortuna: escasas vestiduras y viviendas bastante efímeras en la mayoría de los climas; unos cuantos adornos, sin contar el pedernal y otros elementos, tales como «los trozos de cuarzo que algunos médicos nativos han extraído a sus pacientes» (Grey, 1841, vol. 2, pág. 266); y, por último, las bolsas de piel en las cuales la fiel esposa lleva todas esas cosas, «la fortuna del salvaje australiano».

Para la mayoría de los cazadores esa opulencia sin abundancia en la esfera de los productos no esenciales para la subsistencia es algo que queda fuera de toda discusión. Mucho más interesante es preguntarse por qué están tan contentos con pertenencias tan escasas: para ellos se trata de una política, de una «cuestión de principios», como dice Gusinde (1961, pág. 2), y no de una desgracia.

No desear es no carecer. Pero, ¿no será que los cazadores requieren tan escasos bienes materiales porque estando esclavizados por la consecución de alimentos, «lo cual exige un máximo de energía del mayor número de personas», no les quedan ni tiempo ni fuerzas para proporcionarse otros bienes? Algunos etnógrafos aseguran lo contrario, es decir, que la consecución de alimentos es tan satisfactoria que la gente parece no saber qué hacer con la mitad de su tiempo. Por otra parte, el movimiento es una de las condiciones de ese éxito, en algunos casos más movimiento que en otros, pero siempre con rapidez suficiente como para despreciar las satisfacciones que surgen de las pertenencias. Del cazador se suele decir con propiedad que su fortuna es una carga. Dadas sus condiciones de vida, los bienes pueden volverse «una carga agobiante», como lo señala Gusinde, tanto más cuanto más se los transporte de un lado para otro. Algunos recolectores de alimentos tienen canoas, y algunos, trineos tirados por perros, pero la mayor parte deben transportar por sí mismos todas sus pertenencias; es por eso que sólo poseen lo que ellos mismos pueden transportar con comodidad. Incluso tal vez sólo lo que las mujeres pueden llevar; con frecuencia los hombres quedan libres para poder reaccionar ante una oportunidad de cazar o ante una súbita necesidad de defensa. Tal como escribió Owen Lattimore refiriéndose a un contexto no muy distinto, «el nómada auténtico es el nómada pobre». La movilidad y la propiedad son incompatibles.

(...)

Uno siente la tentación de decir que el cazador es un «hombre antieconómico». Por lo menos en lo que respecta a los artículos no esenciales para la subsistencia, es lo opuesto a la clásica caricatura inmortalizada en la primera página de cualquier tratado sobre Principios generales de la Economía. Sus apetencias son escasas y sus medios abundantes (en relación). Como consecuencia, se encuentra «relativamente libre de urgencias materiales», carece de «sentido de posesión», da muestras de «no haber desarrollado el sentido de propiedad», es «totalmente indiferente a las presiones materiales de cualquier clase», manifiesta una «ausencia de interés» por mejorar sus dotes tecnológicas.

En esta relación del cazador con los bienes terrenales hay un aspecto muy claro e importante. Desde la perspectiva interna de la economía, es erróneo afirmar que las necesidades están «restringidas», los deseos «reprimidos» e incluso que la noción de fortuna es «limitada». Dichas afirmaciones implican de antemano la noción de Hombre Económico y una lucha del cazador con su propia naturaleza inferior dominada finalmente por un voto cultural de pobreza. Esas palabras implican el renunciamiento a una posibilidad de adquisición que en realidad nunca llegó a desarrollarse, una supresión de deseos en los que nunca se pensó. El Hombre Económico es una invención burguesa: como lo dijo Marcel Mauss, «que no se sigue de nosotros, sino que nos antecede, como el hombre moral». No se trata de que los cazadores y recolectores hayan dominado sus «impulsos» materialistas, sino simplemente de que nunca hicieron de ellos una institución. «Además, si el hecho de liberarse de un gran mal constituye una bendición, nuestros salvajes (Montaignais) son felices, ya que los dos tiranos que constituyen el infierno y la tortura de tantos europeos —me refiero a la ambición y la avaricia— no reinan en sus inmensos bosques... Ellos se contentan con el simple hecho de vivir, ninguno de ellos se vende al Demonio para conseguir fortuna» (Lejeune, 1897, pág. 231). Nos sentimos inclinados a pensar que los cazadores y recolectores son pobres porque no tienen nada; tal vez sea mejor pensar que por ese mismo motivo son libres. «Sus posesiones materiales limitadas al extremo los liberan de todo ciudado respecto de sus necesidades cotidianas y les permiten disfrutar de la vida» (Gusinde, 1961, pág. 1).

La subsistencia

(...) [Caso de los aborígenes australianos en la occidental Arnhem Land] La conclusión más obvia e inmediata es que la población no trabaja mucho. El promedio de tiempo que cada persona dedica diariamente a la recolección y preparación de alimentos es de cuatro o cinco horas. Además, no trabajan de manera continuada. La búsqueda de medios de sustento era muy intermitente. Se detenía en el momento en que la gente había reunido lo suficiente para subvenir las necesidades del momento, circunstancia que les permitía disponer de una gran cantidad de tiempo libre. Está claro que en la subsistencia al igual que en otros sectores de la producción tenemos que vérnoslas con una economía de objetivos específicos y limitados. La caza y la recolección son actividades propensas a que estos objetivos se cumplan de manera irregular, de tal modo que las pautas de trabajo se hacen consecuentemente erráticas.

(...) Ni los mismos pobladores de Arnhem consideran una carga la tarea de la subsistencia. «Por cierto, no la toman como un trabajo desagradable que haya que completar cuanto antes sea posible, ni tampoco como un mal necesario que deba posponerse tanto como se pueda» (McArthur, 1960, pág. 92). A propósito de éste, y también en relación con el uso por debajo de sus posibilidades que hacen de los recursos económicos, es notable que los cazadores de Arnhem Land parecen haber estado descontentos con su «desnuda existencia». Al igual que otros australianos (confróntese Worsley, 1961, pág. 173), se convierten en personas insatisfechas por una dieta invariable; una parte de su tiempo parece haberse gastado en el aprovisionamiento de artículos alimenticios variados más que en el mero abastecimiento (McCarthy y McArthur, 1960, pág. 192). De cualquier modo, la ingesta dietética de los cazadores de Arnhem Land era la adecuada según los patrones del National Research Council of America. El promedio de consumo diario per cápita en Hemple Bay era de 2.160 calorías (período de observación de sólo cuatro días) y en Fish Creek, de 2.130 calorías (once días).

(...) Para finalizar: ¿qué es lo que dice el estudio de Arnhem Land sobre la famosa cuestión del ocio? Según parece, la caza y la recolección pueden proporcionar un alivio extraordinario a las preocupaciones económicas (...)  Gran parte del tiempo de los cazadores de Arnhem Land era tiempo libre, empleado en descansar y dormir (...).

(...) [En el caso de los Bosquimanos...] dos excelentes informes recientes de Richard Lee demuestran que su condición es la misma en realidad. (...) Se realizó un estudio intensivo de la producción de alimentos en un campamento de estación seca con una población (41 personas) que representaba el promedio de tales establecimientos.

A pesar de la baja precipitación pluvial (de 98 a 160 cmJ), Lee descubrió en la zona de los Dobe una «sorprendente abundancia de vegetación». Los alimentos eran «a la vez variados y abundantes», en particular, el fruto del mango, tan rico en cualidades alimenticias, «tan abundante que millones de estos frutos se pudrían sobre el suelo cada año por falta de recolección» (todas las referencias al respecto están en Lee, 1969, pág. 59). Sus informaciones respecto al tiempo empleado en la recolección de los alimentos son extraordinariamente similares a las observaciones hechas en Arnhem Land.

Las cifras correspondientes a los Bosquimanos demuestran que la labor de caza y recolección realizada por un hombre bastará para sostenter a cuatro o cinco personas. Si nos basamos en el valor aparente, la recolección de alimentos realizada por los Bosquimanos es más eficiente que la producción de las granjas francesas en el período anterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando más del 20 por 100 de la población se encargaba de alimentar al resto. Debemos reconocer que la comparación es equívoca, pero es aún más sorprendente. En el total de la población de Bosquimanos de condición libre, con quienes Lee tomó contacto, sólo un 61,3 por 100 (152 de 248) producían realmente alimentos; los restantes eran, o demasiado jóvenes, o demasiado viejos, como para que su contribución pudiera considerarse importante. En el campamento particular que se investigó, el 65 por 100 eran «efectivos». Por consiguiente, la proporción de productores de alimentos respecto del total de la población es, en realidad, de 3 a 5 ó de 2 a 3. Pero este 65 por 100 de las personas «trabajaba sólo durante un 36 por ciento de su tiempo, y el 35 por 100 restante no trabajaba en absoluto»

Esto representa, para cada trabajador adulto, alrededor de dos días y medio de trabajo por semana. («En otras palabras, cada individuo productivo se mantenía a sí mismo y a los que de él o ella dependían y todavía tenía de tres días y medio a cinco días y medio libres para otras actividades.») Un «día de trabajo» tenía alrededor de seis horas; de aquí que una semana de trabajo de los Dobe represente alrededor de 15 horas, o un promedio de dos horas y nueve minutos por día. Incluso más baja que lo que es norma en Arnhem Land, esta cifra excluye, sin embargo, las tareas de la cocina y la preparación de los implementos de trabajo. Teniendo en cuenta todo esto, las tareas de subsistencia de los Bosquimanos guardan una estrecha similitud con las de los nativos australianos.

También al igual que los australianos, los Bosquimanos dedican -al ocio o a actividades recreativas el tiempo que no ocupan en tareas de subsistencia. Nuevamente se detecta aquel ritmo característico del paleolítico de un día o dos en actividad y un día o dos inactivo, estos últimos pasados de manera intermitente en la aldea. Si bien la recolección de alimentos es la actividad productiva primaria, Lee escribe: «la mayoría del tiempo de que disponen estas gentes (cuatro a cinco días por semana) se emplea en otras actividades, tales como descansar dentro del poblado o visitar otras aldeas» (1969, pág. 74): (...)

El rendimiento diario per capita en orden a la subsistencia de los Bosquimanos Dobe era de 2.140 calorías. Sin embargo, teniendo en cuenta el peso corporal, las actividades normales y la composición de la población Dobe, según el sexo y la edad, Lee estima que cada habitante necesita sólo 1.975 calorías per capita. El excedente de comida seguramente iba a alimentar a los perros que comían las sobras de la gente. «Puede sacarse la conclusión de que los Bosquimanos no llevan una existencia infradotada al borde de la inanición como se ha supuesto comúnmente» (1969, pág. 73).

[Reflexionando sobre estos casos etnográficos...] (...) La actitud del cazador, respecto de la agricultura, nos lleva, finalmente, a una serie de consideraciones sobre su relación con la consecución de alimentos. Una vez más nos internamos en el campo de la economía, campo a veces subjetivo y siempre difícil de entender; donde, además, los cazadores parecen deliberadamente inclinados a desbordar nuestra comprehensión con costumbres tan extrañas que invitan a interpretaciones extremas de que o bien estas gentes son tontas, o bien no tienen realmente nada de qué preocuparse. Esta sería una deducción verdaderamente lógica sobre la parsimonia del cazador, si fuera cierta la premisa de que su condición económica es realmente apremiante. Por el contrario, si es fácil procurarse medios de vida, si uno puede, por lo general, esperar que todo salga bien, entonces la aparente imprudencia de estas gentes no puede ya considerarse como tal. Dirigiéndose a los singulares adelantos de la economía de mercado, a su institucionalización de la escasez, Karl Polanyi dijo que «nuestra dependencia animal con respecto a la comida ha sido puesta al descubierto y se ha permitido que nuestro miedo a morirnos de hambre saliera a la luz. Nuestra humillante esclavización a lo material que toda cultura humana está destinada a mitigar, ha sido transformada deliberadamente en algo más riguroso» (1947, página 115). Pero nuestros problemas no son los de los cazadores y recolectores. Más bien es una prístina opulencia lo que caracteriza su organización económica, una confianza en la abundancia de los recursos naturales y no la desesperación por lo inadecuado de los medios humanos. Mi opinión es que los mecanismos salvajes, por otra parte curiosos, se vuelven comprensibles por la confianza de la gente, una confianza que es el razonable atributo humano de una economía por lo general próspera (...).

(...) 

Pero, sobre todo, ¿Qué decir del mundo de hoy día? Se dice que de un tercio a la mitad de la humanidad se acuesta todos los días con hambre. En la antigua Edad de Piedra la proporción debe haber sido mucho menor. Esta en la que vivimos es la era de un hambre sin precedentes. Ahora, en la época del más grande poder tecnológico, el hambre es una institución. Dándole la vuelta a otra venerable sentencia: el hambre aumenta relativa y absolutamente con la evolución de la cultura.

Esta paradoja responde, por completo, a mi punto de vista. Los cazadores y los recolectores tienen un bajo nivel de vida por fuerza de las circunstancias. Pero tomado como su objetivo, y dados los adecuados medios de producción, pueden, por lo regular, satisfacerse fácilmente todas sus necesidades materiales. La evolución de la economía ha conocido, entonces, dos movimientos contradictorios: el enriquecimiento, pero simultáneamente el empobrecimiento, la apropiación con respecto a la naturaleza, pero la expropiación con relación al hombre. El aspecto progresivo es, desde luego, tecnológico. Este se ha manifestado de muchas maneras: como un aumento de la oferta y la demanda de bienes y servicios, de la cantidad de energía puesta al servicio de la cultura, de la productividad, de la división del trabajo y de la libertad con respecto a los condicionamientos del medio. Tomado en cierto sentido, esto último es especialmente útil para comprender las primeras etapas del avance tecnológico. La agricultura no sólo elevó a la sociedad por encima de la distribución de las fuentes de recursos alimenticios, también permitió a las comunidades neolíticas mantener elevados índices de orden social donde los requerimientos de la subsistencia humana se sustraían al orden natural. En algunas estaciones del año era posible economizar suficiente comida para sostener a la población en las épocas en las cuales no podían cosecharse alimentos en absoluto; la consecuente estabilidad de la vida social era imprescindible para su desarrollo material. La cultura fue entonces de triunfo en triunfo, en una especie de contravención progresiva de la ley biológica del mínimo, hasta probar que la vida humana podía alentar incluso en el espacio exterior a pesar de la falta natural de oxígeno y gravedad. 

Otros hombres estaban muriendo de hambre en los mercados y plazas de toda Asia. Se ha producido una evolución de las estructuras, así como también de las tecnologías, y a este respecto sucede igual que en la senda mítica, donde el viajero por cada paso que avanza hacia su lugar de destino retrocede dos. Las estructuras son políticas tanto como económicas; de poder tanto como de propiedad. Se desarrollaron primero dentro de las sociedades, y cada vez más lo hacen ahora entre las sociedades. No cabe ninguna duda de que estas estructuras han sido funcionales, son ordenamientos necesarios del desarrollo tecnológico, pero dentro de las comunidades que ayudaron a enriquecer actuaron como discriminadoras en la distribución de la riqueza y como diferenciadoras en el estilo de vida. La población más primitiva del mundo tenía escasas posesiones, pero no era pobre. La pobreza no es una determinada y pequeña cantidad de cosas, ni es sólo una relación entre medios y fines; es sobre todo una relación entre personas. La pobreza es un estado social. Y como tal es un invento de la civilización. Ha crecido con la civilización, a la vez como una envidiosa distinción entre clases y fundamentalmente como una relación de dependencia que puede hacer a los agricultores más susceptibles a las catástrofes naturales que cualquier campamento o poblado de invierno de los esquimales de Alaska.

Toda la disquisición precedente se toma la libertad de interpretar a los modernos cazadores históricamente, sobre la base de una línea evolutiva. Esta libertad no debe otorgarse a la ligera. ¿Son los cazadores marginales tales como los Bosquimanos del Kalahari más representativos del modo de vida del Paleolítico que los indios de California o de la costa noroeste? Quiza no. Quizá los Bosquimanos del Kalahari no son tampoco representativos de los cazadores marginales. La gran mayoría de los cazadores-recolectores sobrevivientes lleva una vida curiosamente recortada y en extremo perezosa en comparación con la de los otros grupos, que son muy diferentes. Los Murngin, por ejemplo: «La primera impresión que cualquier extranjero suele recibir en una tribu de funcionamiento pleno en Eastern Arnhem Land es de industriosidad...

Y suele quedar muy impresionado por el hecho de que con excepción de los niños muy pequeños... «no se observa gente ociosa» (Thomson, 1949a, págs. 33-34). No es necesario decir que los problemas de sobrevivencia son más difíciles para estos pueblos que para otros cazadores (confróntese Thomson, 1949b). Los incentivos de su inusual industriosidad están en otro lugar: en «una elaborada y estricta vida ceremonial», específicamente en un elaborado ciclo de intercambio ceremonial que confiere prestigio a la artesanía y al comercio (Thomson, 1949a, págs. 26, 28, 34f, 87 passim). La mayoría de los otros cazadores no tienen tales preocupaciones. En comparación su vida es chata, especialmente centrada en comer con gusto y digerir tranquilamente. La orientación cultural no es ni dionisíaca ni apolínea, sino «gástrica», tal como denominó Julián Steward a la de los Shoshoni. Según otras opiniones, sí puede ser dionisíaca, es decir, báquica: «Comer es para los salvajes lo que beber para los borrachos europeos. Esas almas desecadas y siempre sedientas terminarían con gusto sus vidas en una cuba de licor, y los salvajes en una olla repleta de comida; aquéllos hablan siempre de beber, y éstos solamente de comer» (Lejeune, 1897, pág. 249).

Es como si las superestructuras de estas sociedades hubiesen sido corroídas quedando sólo la roca desnuda de la subsistencia y, puesto que la producción misma se realiza con facilidad, la gente dispone de mucho tiempo para sentarse sobre la roca y hablar de ella. Debo destacar la posibilidad de que la etnografía de los cazadores y recolectores sea en gran medida un registro de culturas fragmentarias. Frágiles ciclos de ritual y de intercambio pueden haber desaparecido sin dejar rastro en los primeros estadios del colonialismo, cuando las relaciones intergrupales de las que eran mediadores fueron atacadas y confundidas. De ser así, la sociedad opulenta «primitiva» habrá de ser repensada teniendo en cuenta su originalidad, y los esquemas evolutivos habrán de ser revisados una vez más. Con todo, esta es la poca historia que podemos reconstruir basándonos en la observación de los cazadores sobrevivientes: el «problema económico» puede resolverse fácilmente empleando las técnicas del Paleolítico. De esto se desprende que sólo cuando la cultura se aproximó a la cima de sus logros materiales erigió un altar a lo Inalcanzable: Las Necesidades Infinitas.


                                                                                                     

Fragmentos del capítulo 1 "La sociedad opulenta primitiva" de Economía de la Edad de Piedra (Páginas 13-53), de Marshall SahlinsAldine Publishing Company (Chicago), 1974. Edición castellana: Ed. Akal, Madrid, 1983.
Puedes descargar la obra entera en formato pdf, bajo tu responsabilidad, en el siguiente enlace:
http://www.antropocaos.com.ar/Sahlins-Marshall-Economia-de-la-Edad-de-Piedra.pdf
Nota anecdótica. Si has visto la película Los dioses deben estar locos, los nativos que aparecen en la misma son bosquimanos kung.